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Después del último negocio que emprendimos juntos y posterior separación, había inventado un sistema de casa prefabricada equipada con energías renovables. Junto con varios empresarios, emprendió su idea en Arabia Saudita para instalarlas en el desierto. El proyecto fue un éxito y durante los dos primeros años obtuvo muchos beneficios que le permitieron comprar esta casa. Como habitualmente le sucedía, la relación que mantenía con los socios se torció y cuando quiso vender su parte, no poseía nada. Le habían engañado y ni tan siquiera pudo recurrir a la ley.
Entre tartamudeos, humo de velas y frío, me dijo que estaba dispuesto a revelarme su «gran idea», si le ayudaba. Necesitaba algo de dinero para alquilar una nueva vivienda y un empleo para mantenerse unos meses.
Mi negocio había ido bien el último año y yo estaba muy centrado en el mismo. El balance de mis diversificaciones y aventuras empresariales en años anteriores había sido de grandes beneficios, unidos a grandes pérdidas, por lo que me mostraba muy escéptico con las nuevas inversiones que no fueran del sector en el que estaba posicionado. Además, era un momento de grandes oportunidades debido a la apertura de los nuevos mercados de los países del Este, donde había invertido mucho dinero para introducirme.
Para un empresario de la pequeña y mediana empresa, los nuevos proyectos ajenos a su trayectoria habitual exigen todo su tiempo y muchos desvelos, desatender y a veces asfixiar el negocio del que vive. La madurez comenzaba a despejar de mi mente este tipo de ambiciones materiales.
Le comenté todo esto con la claridad que precisa un hombre angustiado por su suerte, engañado por la vida. Le presté algún dinero para sus primeros gastos y le dije que intentaría hacer algo con respecto a lo del empleo. También, pensaría sobre su propuesta, aunque, tal y como le había comentado, no deseaba meterme en nuevos proyectos.
Lo pensé, poseído por el maldito gusano de la ambición que llevamos oculto los empresarios y, a los dos días, le propuse que me contara su «gran idea». Si me interesaba, le emplearía hasta sacarla adelante.
El «sabio» había estudiado un sistema revolucionario que daba solución a los problemas que presentaban los cementerios españoles. Había patentado un tipo de sepultura para toda la familia, que se podía ir ampliando según las necesidades y el número de los descendientes. El sistema de comercialización era muy novedoso y, al igual que una persona compraba una plaza de garaje para un coche, también podía comprar la «plaza definitiva» con sus correspondientes gastos de comunidad. Era un macro-proyecto inmobiliario funerario que, además de innovador, tenía una gran proyección de futuro. Solucionaba un problema que, con el paso del tiempo, se va agravando, que es la falta de sepulturas y el coste de su mantenimiento posterior.
Sin embargo, cambiar la legislación en materia funeraria era harto difícil. Además, nos enfrentábamos a los intereses tan cambiantes de los ayuntamientos a los que, inevitablemente, había que involucrar. Todo esto suponía trabajar, tal vez años, invirtiendo dinero sin ningún tipo de rentabilidad a corto plazo, algo muy duro para un empresario de la PYME.