Micro índice:
Le dije que me alegraba mucho de verle feliz y le comenté la visión tan diferente que de él tenía cuando trabajamos juntos. Me respondió que, desde que había sentido los achaques de la ancianidad, había decidido que su gran obra sería alejar la vejez inútil y esto lo había conseguido admitiendo algo tan sencillo como que los viejos pueden convertirse en niños. Sin embargo, habiéndole conocido como hombre más bien ceñudo y grave, esto me parecía irreal. Intenté indagar un poco en la razón de su cambio y él me sacó rápidamente de mis dudas. Me dijo más o menos: »A los sesenta y cinco años, llegué a la conclusión de que la fugacidad de la juventud no hay quien la frene y de que no existe un mágico elixir que la alargue. De repente, me hice viejo. El continuo cavilar al que está sometido un empresario estaba agotándome el espíritu y secándome el jugo vital. Además, percibí que no lograría la realización de todas mis ambiciones y nada hay que amargue tanto la vida del hombre como no lograrlo. Me hubiera gustado que mis hijos siguieran mi trayectoria y ya ves el desastre: él, saliendo de las drogas, y mi hija, que es un vivo recuerdo de mi esposa muerta hace ya algunos años y a la que amo con indecible ternura, es una mujer inestable y débil a la que no puedes poner al frente de ningún departamento de la Empresa.
»Me dejé dominar por estas reflexiones y mi vida sufrió una verdadera transformación. Empecé a morir, porque dejar de ser lo que se es viene a ser un modo de morir. Comenzó a languidecer mi gallardía y el carácter se me fue amustiando. Durante este periodo nos conocimos. Hasta tú te pusiste un traje fúnebre para relacionarte conmigo (nos reímos recordándolo).
»Pasé unos años tristes pero no me quedaba más remedio que superarme o morir definitivamente. Tenía que combatir como fuera esa sensación de ancianidad que se había apoderado de mí.
»Lo primero que decidí fue divorciar mi vida profesional de la personal. Reflexioné que, tal vez, en ese momento de mi vida era cuando podía dar lo mejor a mi Empresa, fruto de mi experiencia y mi sabiduría. Decidí también que mis conocimientos del mundo y de las cosas, unidos a la plenitud de mis facultades mentales, a la frialdad y a la exactitud de mi sentido crítico, sólo lo aplicaría en la Empresa y no en mi vida personal, aunque regularía mi simpatía con los empleados para intentar transmitirles mi antiguo encanto, que era lo que siempre les había ilusionado y, tal vez, gracias al mismo, se habían dejado guiar por mis consejos. En la Empresa, cuando se obtienen beneficios, es mejor no cambiar demasiado de comportamiento porque despista al resto del equipo.
»Sin embargo, en mi vida personal, aunque los hombres de mundo a medida que envejecen van haciéndose más prudentes y juiciosos, yo me volvería un poco más insensato como lo fui en la juventud.
»Comencé a cometer algunas ligerezas que carecían de formal asiento, me tomé la vida un poco en broma y sentí que experimentaba menos la melancolía de la vejez. Llegué a la conclusión de que soportaría mejor mis calamidades si recuperaba la inconsciencia y la ligereza mental de la juventud. Esto no significó que chocheara o que perdiera el juicio, sino, como antes te dije, sencillamente admití que los viejos pueden convertirse en niños. Recuperé mi simpatía y la frescura de las formas que había perdido y me di cuenta de que esto agradaba más a las personas de mi entorno que la amistad con un viejo rígido.
»Querido amigo, la falta de juicio es una buena compensación a las miserias de la vejez, porque aleja las preocupaciones que, naturalmente, alimentan a todo aquel que se da cuenta de la tristeza de su estado.