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984. LÚCIDA VEJEZ
Una vez me asocié con un empresario propietario de una Compañía especializada en formación y recursos humanos. Era un hombre que, en su juventud, había estudiado ingeniero agrónomo y, como no encontró trabajo asociado a su carrera, aceptó un trabajo temporal de ayudante de un psicólogo. A partir de ese empleo, montó su empresa que, al día de hoy, se ha extendido por muchos países. Siempre me decía que su éxito había estado en dedicar más del 20% de sus beneficios a la investigación dentro del área de los recursos humanos y de la formación.
Le visité por vez primera cuando él tenía sesenta y cinco años para proponerle un proyecto relacionado con cursos de retórica y elocuencia. El hombre tenía el aspecto de un anciano, mucho mayor que su edad y un humor taciturno y sombrío. Pensé que, por el hecho de entregarse a la inquietud de sus negocios, probablemente habría envejecido más rápidamente. Era de una educación esmerada pero no sonreía nunca, por lo que las reuniones tenían para mí un carácter muy solemne. Yo siempre iba vestido con trajes claros, corbatas vistosas y camisas de color pero la severidad de este hombre me cohibía tanto que, para las reuniones, decidí vestirme con un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata clásica.
Después de seis meses, dimos marcha al nuevo negocio. El empresario trabajaba sin cesar pero parecía que lo hacía más por hábito que por encontrar en el trabajo una íntima alegría. Yo tenía la sensación de que en él había un vacío que no era capaz de colmar el sosiego de una vida llena de las comodidades que le proporcionaban sus ganancias o de verse respetado por sus empleados. Tampoco parecía satisfacerle el que se le pidiera consejo en muchos asuntos empresariales. Sin embargo, sus ejecutivos más cercanos, que le conocían bien, le tenían por un hombre feliz. Llegué a la conclusión de que sus empleados ignoraban hasta qué punto estaba cansado de la vida; que, tal vez, su mundo ya le parecía vacío y anhelaba abandonarlo; que, probablemente, trabajaba con tanto ahínco no para ganar dinero sino para ahuyentar estos pensamientos.
Fuimos socios durante tres años. Luego le vendí mi parte y no volví a verle.
Pasados unos siete años, me llamó para invitarme a comer en su casa. Me sorprendió, pues siendo socios nunca lo había hecho. La única relación que habíamos mantenido, en los últimos siete años, fue una afectuosa felicitación de Navidad. Llegué a su casa y me encontré con un hombre todavía mas encorvado y envejecido, pero su semblante había sufrido una transformación: sonreía continuamente.
Era un día soleado de junio y comimos bajo un almendro, frente a un magnífico jardín tropical y con una estupenda vista sobre la ciudad. Hablamos extensamente de nuestros avatares y me contó que continuaba al frente de su Empresa. La Compañía seguía creciendo por diferentes países, pero ni su hijo ni su hija podían asumir la dirección de la misma. Por ello, había creado una fundación que se haría cargo de la Empresa a su muerte. Su director general sería el presidente y nombraría un equipo para dirigirla. Me comentó que le gustaría que algunas personas ajenas al negocio formasen parte de la fundación y me pidió que pensase si podía interesarme.
También me habló del problema con su hijo, que se había convertido en un playboy empedernido y había caído en el consumo de drogas y de su hija y su segundo divorcio.
Después de comer, dimos un paseo por la espléndida pradera de césped. Caminando juntos, él apoyado en su bastón y en mi brazo, pensé que, o no le había conocido lo suficiente o todo en él había cambiado por alguna razón. Por el camino hizo algunas travesuras. Después de presentarme a su jardinero, un hombre mayor con cara de estar enfadado, me comentó que éste tenía lo mismo de buen profesional que de cascarrabias. Un poco más adelante le escondió las herramientas para hacerle rabiar. Luego apareció su nieta de cinco años con la cuidadora. Mandó a ésta por un vaso de agua para poder dar golosinas a la nieta, a pesar de que les habían prohibido a ambos todo tipo de dulces. Llegamos a un cobertizo de madera donde tenía una colección de bicicletas antiguas y me pidió que le ayudase a montar en una y que se la sujetase mientras pedaleaba un pequeño trecho. Luego quiso que hiciera lo mismo con su nieta. Yo estaba divertido y desorientado. Cuando quedó agotado con sus travesuras, volvimos a la casa y nos sentamos de nuevo a charlar.