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985. LA PERRA VIDA DEL EMPRESARIO
Un empresario de unos cincuenta y tantos años que tenía varias Empresas importantes, muy mal genio y era algo extravagante, protagonizó en una tertulia un curioso altercado con su mujer.
Nos había invitado a cinco empresarios con nuestras respectivas esposas, un fin de semana a un castillo medieval que había comprado en un pueblo cerca de Soria. Entre sus múltiples extravagancias, había decidido que al castillo le iría muy bien una pareja de leones y consiguió que se los prestase un zoo de forma temporal para alojarlos en uno de los patios.
Era de noche y estábamos pasando una agradable velada. El hombre había bebido de más y se encontraba eufórico relatando sus múltiples avatares empresariales. Nosotros nos divertíamos escuchándole y no encontrábamos el momento de irnos a dormir. Las mujeres, excepto la suya, ya se habían retirado a descansar. Ella, envuelta en un echarpe y con cara de aburrida, se había acurrucado en una butaca cerca de la chimenea.
De madrugada, nuestro eufórico anfitrión, con el fin de hacer tiempo hasta el desayuno, nos propuso ir a la despensa en el piso inferior y catar un buen jamón. De repente, su mujer que había permanecido callada hasta entonces, se negó a ello y le exigió que se fuera de inmediato a la cama. Comprendimos la situación y aprovechamos para decirle que nos retirábamos todos. Sin embargo, el anfitrión, haciendo caso omiso de su mujer, alzó la voz y dijo que de allí no se iba nadie sin comer jamón. La mujer se levantó, esta vez más enérgica y volvió a insistir. La situación era tensa e intentamos salir pero el hombre se puso delante de nosotros con los brazos extendidos y se negó a dejarnos pasar, sin antes haber probado el dichoso jamón.
Nos encontramos repentinamente entre dos frentes. Ella ya descargaba toda su ira desvalorizando el trabajo y las Empresas de su marido y diciendo que los empresarios eran esto y lo otro y el hombre, con un rostro rojizo por la cólera y las manos y las piernas abiertas para no dejarnos ir, aguantaba «el chaparrón» y le pedía silencio al tiempo que defendía su trabajo y sus Empresas.
Intentamos calmarles pero no había forma. Parecía que cuanto más pretendíamos apagar el fuego, más lo atizaban ellos. Llegó un momento en que aquello se convirtió en una jauría de gritos. Ella le reprochaba que había dedicado toda su vida a las Empresas abandonando a su familia y él respondía que no le había quedado más remedio que llevar esa perra vida para dar a su familia lo mejor.
Buscando una salida al conflicto, pedí a su mujer que escuchase a su marido lo que había sido su vida y ella, después, podría decirle lo que había sido la suya. Aceptó con la condición de que estuviésemos todos presentes y amenazó, que si no le convencía, de madrugada saldría del castillo para siempre. Aturdidos, nos sentamos de nuevo. A todos nos hubiera gustado eludir esta forzada confesión. El empresario esperó unos minutos, respiró hondo y comenzó a hablar, primero de forma atropellada, aunque luego se fue calmando. Dijo, más o menos:
»Es tal la carga que sobre mis hombros me he echado el día que decidí ser empresario, es tan pesada que muchas veces he meditado y he llegado a la conclusión de que, de haberlo intuido, habría renunciado a este tipo de vida. Para realizar con honradez y éxito mis proyectos, he tenido que entregarme al estudio y a la resolución de los asuntos de mi Empresa antes que de los míos. Mi pensamiento siempre debe estar pendiente de los intereses de mis empleados, siendo al mismo tiempo autor y ejecutor, sin poder apartarme jamás de mis principios de honestidad y equidad. Yo respondo de la capacidad y honradez de mis directivos, que ha de ser igual a la mía. Yo soy la persona más visible de mi Empresa y hacia mí se dirigen todas las miradas. Si mi influencia es bienhechora, produzco el bienestar y el crecimiento de la Compañía pero si no lo es, acarreo estragos y la ruina para mis empleados y proveedores.