Los Mayas

Viajeros, exploradores, e historia del desciframiento

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Sin duda la historia del desciframiento de la escritura jeroglífica maya resulta tan apasionante como la proeza de Jean François Champollion al descifrar la escritura del antiguo Egipto, valiéndose para ello de la famosa Piedra Rosetta. Sin embargo, afirmar que el sistema de escritura maya tuvo que ser «descifrado» implica también que en algún momento de la historia el conocimiento sobre su funcionamiento se perdió completamente. En efecto, hacia la primera mitad del siglo XVI aún vivían los últimos escribas mayas capaces de leer y escribir mediante jeroglíficos, e inclusive algunos frailes españoles —en sus afanes por facilitar la conversión de indígenas a la fe católica— parecen haber aprendido de estos escribas nativos los rudimentos de tal sistema. Desafortunadamente, si alguna vez estos frailes consignaron su valioso aprendizaje por escrito —como pudo ser el caso de Alonso de Solana y Luis de Villalpando— lo hicieron en libros que jamás han sido hallados por científicos modernos, con excepción de uno de ellos, que ha resultado fundamental. Nos referimos a uno de los esfuerzos tempranos por describir y registrar el moribundo sistema de escritura, que se encuentra en la Relación de las cosas de Yucatán, escrita por el misionero español franciscano fray Diego de Landa (1524-1579). Dentro de su enciclopédica obra, una sección en particular resultó de crucial importancia para el desciframiento. Trata sobre el «a, b, c» o «letras» que usaban los indígenas. Para redactarla, se valió de los servicios de un informante mayayukateko, Gaspar Antonio Chi’, sin duda una de los últimas personas con vida que conocían el funcionamiento de la escritura jeroglífica.

Una de las primeras «ciudades perdidas» de los antiguos mayas en ser «descubierta» fue Copán, en el corazón del valle del Motagua, en Honduras. En 1576, bajo las órdenes de la entonces Audiencia Real de Guatemala, Diego García de Palacio escribió una carta a la Corona española donde daba cuenta de la existencia de las impresionantes ruinas de edificios y sofisticadas esculturas de piedra que allí habían sido erigidas con tal habilidad que, en su opinión, jamás podrían considerarse obra de los indígenas ch’ortíes que habitaban el valle en el siglo XVI, tenidos entonces por gente de escaso refinamiento y cultura, aunque después su condición de auténticos herederos de los antiguos habitantes de Copán se vería confirmada, pues hoy sabemos que la lengua ch’orti’ es la más parecida que existe al maya clásico de las inscripciones glíficas.

Luego de estos incipientes avances, no sería sino hasta 1746 cuando se asignó a Antonio de Solís —entonces clérigo de Tumbalá— el traslado a la modesta y próxima población de Santo Domingo de Palenque. Cerca de allí, sus familiares pronto habrían de encontrar misteriosas «casas de piedra» ocultas en la vegetación selvática, a tan sólo ocho kilómetros del poblado. La noticia del hallazgo llegaría eventualmente a oídos de Ramón Ordoñez de Aguiar, a la sazón sacerdote de la catedral de la Ciudad Real de Chiapa (hoy San Cristóbal de las Casas). En 1773 Ordoñez envío una expedición a visitar las ruinas, informando de su descubrimiento al brigadier Josef de Estachería, presidente y capitán general de la Real Audiencia de Guatemala. Ávido de satisfacer la curiosidad ilustrada del rey español Carlos III, Estachería firmó una orden para investigar las ruinas dirigida al diputado mayor de Santo Domingo, José Antonio Calderón.

El tablero central del Templo de la Cruz de Palenque, Chiapas, según un grabado del capitán José Antonio Calderón de 1784, publicado en su Descripción del terreno y población antigua nuevamente descubierta en las inmediaciones del pueblo de Palenque.

Tras organizar los detalles de esta nueva expedición, Calderón no llegaría a la ruinas sino hasta noviembre de 1784. Su informe de la expedición incluyó descripciones de doscientas estructuras en distinto estado de preservación, amén de unos cuantos bocetos elaborados con escasas dotes artísticas. Este reporte inicial no hizo sino exacerbar la curiosidad de Estachería, quien de inmediato despachó otra expedición, esta vez a cargo del arquitecto real de Guatemala, Antonio Bernasconi, quien en 1785 elaboró rigurosos dibujos de fachadas, plantas, cortes y alzados de numerosos edificios, además de múltiples monumentos. Su estricta formación le llevó en ocasiones a «forzar» la geometría de ambos tipos de vestigios, a fin de hacerlos encajar en los rígidos cánones clasicistas de su época, mas ello no resta un ápice su mérito de habernos proporcionado el primer registro fiel de un monumento maya jeroglífico. Los dibujos de Bernasconi impresionaron a muchos. Entre otros, al historiador de la corte española, Juan Bautista Muñoz, quien se dedicó a la tarea de gestionar la autorización real para efectuar una nueva expedición, cosa que consiguió, esta vez con la prerrogativa de excavar y recuperar cualesquiera artefactos y monumentos de valor susceptibles de ser removidos de las ruinas.

Fue en 1787 que se encomendó esta delicada labor al capitán de artillería Antonio del Río, quien se hizo acompañar del capaz artista Ignacio Almendáriz, y por más de setenta y nueve indígenas ch’oles de Tumbalá, quienes por primera vez en mil años limpiaron la vegetación acumulada en edificios abandonados tanto tiempo atrás. Tras dos meses, Del Río firmó un reporte donde se entremezclan sus inteligentes y sobrias observaciones con fútiles especulaciones sobre los probables orígenes romanos de los constructores. Tal informe iba acompañado de los detallados dibujos de Almendáriz, donde por primera vez se hacía justicia a los intrincados adornos de estuco modelados en los muros interiores y columnas del edificio conocido como el Palacio —así llamado por considerársele la obvia residencia de los antiguos reyes— incluyendo varios tableros jeroglíficos que desde entonces se han perdido o deteriorado. También durante esta expedición, siete magníficos artefactos fueron extraídos de Palenque, a fin de embarcarlos con destino a la corte real de España. Tras ser recibidos allí, fue ordenado su envío al nuevo Real Gabinete de Historia Natural creado por Carlos III, cuyas colecciones eventualmente pasarían a formar parte del Museo de América en Madrid, donde aún se resguardan.

Izqda.: grabado de la expedición del capitán Antonio del Río a Palenque, Chiapas, elaborado por el artista Almendáriz, 1787. Dcha.: el mismo monumento de Palenque según aparece en la célebre obra de Alexander von Humboldt fue la primera muestra de arte maya publicada en Europa, aunque se atribuye erróneamente a «Oaxaca». Vues des Cordillères, et monumens des peuples indigènes de l’Amérique, 1816, lámina 11.

Paralelamente a los descubrimientos de Palenque, otras ruinas importantes comenzarían a ser reportadas en el valle de Ocosingo, a ochenta kilómetros de Santo Domingo. Diez días antes de que Del Río firmara su informe a Estachería, el bachiller Vicente José Solórzano de Yajalón reporta imponentes ruinas a seis leguas de Ocosingo, cuyo nombre de Toniná (‘casas de piedra’) fue retomado de los indígenas tzeltales que entonces habitaban —y siguen habitando— la región. En justicia, Toniná fue descubierto antes que Palenque, pues desde el siglo XVII fray Jacinto Garrido se cita en conexión con el hallazgo de «muchos edificios de antigüedad».

En 1804, el rey español Carlos IV decidió seguir al pie de la letra una recomendación de su amigo alemán, el gran erudito Alexander von Humboldt, y ordenó en consecuencia que por todos los medios necesarios se produjeran dibujos exactos de todos y cada uno de los edificios que pudiesen contribuir al conocimiento de la historia de la Nueva España. Como resultado, el virrey de la Nueva España José de Iturrigaray Aréstegui designó como responsable a un capitán de dragones retirado de origen francés, Guillermo Dupaix, quien llevó a cabo tres expediciones entre 1805 y 1809, en las cuales se hizo acompañar del artista José Luciano Castañeda. Fue en la tercera de ellas cuando el grupo marchó hacia la entonces provincia guatemalteca de Chiapa —posteriormente el estado mexicano de Chiapas—, desde donde tuvo acceso a las ruinas de Toniná y posteriormente a las de Palenque. En el primero de estos sitios, Dupaix realizó una breve descripción mientras Castañeda dibujaba cuatro de sus monumentos con un grado de fidelidad inusitada para su época. Sin embargo, viajar desde allí a Palenque no era tarea fácil, según indica una frase célebre de Dupaix que describe los intentos por cruzar un pasaje «difícilmente transitable por cualquier animal distinto a un pájaro». A pesar de ello, la expedición acabaría por entrar en 1807 a las ruinas con sus hombres y mulas cargadas de equipo. Al cabo de tres semanas de permanecer allí, se elaboraron amplias descripciones de las ruinas y sus monumentos, junto con veintisiete magníficos dibujos de Castañeda. Mientras tanto, el obispo Domingo Juarros llegaría también a Toniná, sitio que menciona como Tulhá.

Tablero del Templo del León de Palenque, Chiapas, según grabado del conde de Waldeck, basado en los grabados originales de la expedición de Del Río y Almendáriz de 1784. Reproducido en la edición inglesa de 1822. Description of the Ruins of an Ancient City Discovered Near Palenque, in the Kingdom of Guatemala, in Spanish America.

Previamente, en 1739, había sido adquirido por la Biblioteca Real de Sajonia el primero y más sofisticado de los tres libros mayas conocidos, el Códice de Dresde. Desde entonces, ha sido considerado por estudiosos de la talla de Alfred Tozzer como «el más alto logro intelectual conectado con las culturas precolombinas del Nuevo Mundo». En 1810 este manuscrito llamó poderosamente la atención del propio Von Humboldt, quien decidió incluir varias de sus páginas dentro la publicación de los resultados de sus cinco años de viajes de exploraciones a través de Centroamérica y Sudamérica.

Mientras tanto, el emperador francés Napoleón Bonaparte invadía España en 1808, obligando con ello a Carlos IV a abdicar. Tal factor sin duda influiría para que México declarara su independencia en 1821 y Guatemala hiciera lo propio en 1822. Más tarde, un plebiscito llevado a cabo pacíficamente tuvo como consecuencia que la provincia de Chiapa fuese anexada a México en 1824, y con ello las entonces célebres ruinas de Palenque y Toniná cambiaron de país. Estos fueron los años en que la noticia del brillante desciframiento de Champollion de los jeroglíficos egipcios comenzaba a dar la vuelta al mundo, por lo cual las nuevas publicaciones de textos mayas en la década de 1820 —como el Códice de Dresde y cierto número de inscripciones de Palenque— provocaron gran interés y no pocos estudiosos estuvieron ávidos de emular la proeza de este insigne epigrafista francés.

La torre del Palacio de Palenque, según un grabado de la expedición del capitán Antonio del Río, reproducido en la edición inglesa de 1822. Description of the Ruins of an Ancient City Discovered Near Palenque, in the Kingdom of Guatemala, in Spanish America.

Corrían los tiempos en que haría su aparición en los estudios mayas un personaje singular. Nos referimos al autodenominado Conde —en realidad anticuario— Jean-Frédéric Maximilien de Waldeck, quien a la sazón buscaba crearse fama como artista y explorador. Sus primeros dibujos de Palenque, publicados en 1822, estaban basados en los de Almendáriz, si bien no pudo evitar la tentación de retocarlos y añadir «ornamentos» que, entre otras cosas, buscaban aproximar las figuras humanas a cánones neoclásicos entonces en boga. Más que en su fidelidad, su importancia radica en que por primera vez imágenes de este tipo fueron accesibles a un público amplio. En 1832, Waldeck viaja a las ruinas por primera vez, donde vivió por más de un año. Allí se dedicó a la tarea de elaborar incontables dibujos, que abarcan desde representaciones relativamente fieles hasta grotescas fantasías en donde los jeroglíficos son groseramente distorsionados, a fin de asemejarlos a cabezas de elefantes y otras criaturas inverosímiles, quizá buscando con ello avivar extravagantes teorías que atribuían a las ruinas mayas una antigüedad fantástica.

Una de las más ambiciosas obras jamás creadas sobre la América antigua vió la luz entre 1829 y 1848. Se trata de Antiquities of Mexico, de lord Edward King, vizconde de Kingsborough. Una de sus virtudes fue la de contener grabados de calidad del juego completo de dibujos elaborados por Castañeda en Palenque. Desafortunadamente, gran parte del texto de la obra se centra en la evidente obsesión de Kingsborough por conectar los entonces misteriosos constructores de Palenque y otras ruinas con las doce tribus perdidas de Israel.

A este período inicial de exploraciones y descubrimientos siguieron las descripciones de viajeros y exploradores, algunas motivadas por el romanticismo que evocaban las ruinas de civilizaciones perdidas, semiocultas por densas selvas tropicales. Afortunadamente, otras recurrían a argumentos con mayor rigor científico. Una de las figuras de esta época fue Constantine F. Rafinesque Schmaltz, naturalista establecido en Filadelfia, quien no sólo mantuvo correspondencia con Champollion, sino también publicó numerosas observaciones sobre los glifos mayas. Rafinesque notó que el sistema de escritura del Códice de Dresde y de los tableros de Palenque era uno y el mismo, dado que ambos hacían uso de numerales en forma de puntos y barras. Más importante aún fue la sugerencia de Rafinesque en el sentido de que podía tratarse de un sistema fonético capaz de registrar una lengua maya específica —posición aventurada para un tiempo en que la tendencia general era adscribir las ruinas de Palenque a los egipcios, cartagineses o a alguna de las múltiples tribus perdidas de Israel—. Fue debido a observaciones como éstas que Rafinesque ganó su lugar como una de las figuras principales en la historia temprana de la epigrafía maya, a pesar de su escasa modestia y exageradas afirmaciones, como aquella de haber leído «mil volúmenes» a los doce años de edad, o bien la de ser capaz de hablar «cincuenta lenguas» tan sólo cuatro años después de lograr lo anterior.

Hacia 1860, mientras el pintoresco Waldeck volvía su atención hacia el sitio de Uxmal en Yucatán, Leon de Rosny estudiaba en Francia otro de los códices mayas, que luego habría de conocerse como el de París. Muchos de los estudios que efectuó propiciaron que los análisis de los glifos no calendáricos alcanzaran niveles más refinados, ya que incorporó con gran éxito en su trabajo recursos como el uso frecuente de diccionarios mayas. Por su parte, en octubre de 1839, zarparon desde Nueva York con destino al puerto de Belice el abogado estadounidense John Lloyd Stephens y el arquitecto británico Friedrick Catherwood. Desde allí emprenderían una de las expediciones más famosas en toda la historia de la exploración maya, la cual los habría de llevar en primer término a Copán, después a Palenque y Toniná en 1840, tras lo cual concluyen su recorrido en las grandes ciudades mayas del norte de Yucatán. Catherwood poseía experiencia en expediciones previas, llevadas a cabo en Egipto y en Oriente Próximo, las cuales sin duda le fueron de gran utilidad para retratar con fidelidad por primera vez las intrincadas esculturas tridimensionales de Copán, aunque Catherwood jamás se enfrentó a un reto mayor al que suponía el arte de Palenque, para el cual hubo de valerse de artilugios como la camera lucida, que le permitía proyectar en un lienzo reticulado el objeto que iba a retratar, aumentando con ello enormemente la precisión. Por su parte, Stephens reveló poseer una prosa elegante, aunada a agudas facultades de observación, cualidades que se vieron complementadas por los setenta y siete dibujos de Catherwood, de calidad muy superior a los que hasta entonces se conocían.

Jean-Frédéric Maximilien de Waldeck (1766?-1875). Anticuario, cartógrafo, explorador, artista y naturalista de origen francés. Retrato autógrafo para la exhibición Loisir du Centenaire de 1869.

Como resultado de sus extensos viajes, fueron publicados dos magníficos volúmenes en 1841, cuyo éxito fue tal que pronto tuvieron que imprimirse a marchas forzadas más de veinte mil ejemplares para satisfacer la creciente demanda. Quizá como ningún otro factor de su época, estas obras contribuyeron a fomentar el interés del público en los tesoros arqueológicos que yacían en las remotas selvas de Centroamérica, a la vez que renovaron el interés de los estudiosos en dar con la clave que por fin permitiese descifrar los jeroglíficos mayas, ante el astuto reto lanzado por Stephens en el sentido de «¿quién será el Champollion que pueda leerlos?».

De este modo, la única —e imperfecta— copia conocida de la Relación de las cosas de Yucatán de Landa no habría de ser descubierta sino hasta 1863, en la Real Academia de Historia de Madrid, cuyas colecciones resguardaban otros tesoros traídos del Nuevo Mundo, como el Codex Troano —que hoy conocemos como parte del Códice de Madrid, uno de los tres únicos libros mayas existentes en el mundo—. Debemos el mérito de ambos hallazgos al teólogo, filósofo e historiador francés Charles Etienne Brasseur de Bourbourg (1814-1874). Si bien, desde un punto de vista académico, las obras escritas por Brasseur carecen del rigor científico de las grandes aportaciones imperecederas, no fue precisamente en esta área donde se dieron sus mayores aportes. Las cualidades que le han valido ya un merecido lugar en la historia fueron su celo detectivesco para descubrir manuscritos de inusitada rareza, y su visión para publicarlos y darlos a conocer a un público amplio. Por si los hallazgos anteriores nos parecieran poco, mientras oficiaba como sacerdote en el pueblo de Rabinal, en las tierras altas de Guatemala, Brasseur se enteró de la existencia del Popol Wuj (‘Libro del Consejo’), previamente descubierto por el padre Francisco Ximénez, párroco de San Antonio Chuilá (hoy Chichicastenango). Esta obra es considerada la máxima de la literatura y mitología mayas. Brasseur se dedicó a la tarea de publicarla en una edición que la hizo accesible a muchos estudiosos en Europa.

Fue entonces cuando las invenciones del daguerrotipo, y posteriormente de la fotografía, hacia 1860, suscitarían una nueva oleada de intrépidos exploradores, esta vez armados con las nuevas y voluminosas cámaras. El pionero en la introducción de estas técnicas en el área maya fue el viajero francés Desiré Charnay, quien durante nueve días en Palenque fotografió varios de los edificios y esculturas más importantes. Años más tarde, en 1877, llegaría a Palenque por primera vez el temperamental explorador austriacomexicano Teoberto Maler, de conocida reputación perfeccionista, y las fotografías obtenidas por él en aquel entonces introdujeron nuevos estándares de calidad en la documentación de monumentos mayas. El inusitado nivel de detalle que propició la introducción de fotografías de alta calidad a los estudios mayas resultaría a la postre crucial para el desciframiento.

Otro gran explorador fue el británico Alfred Percival Maudslay, un fotógrafo cuyas dotes excepcionales rivalizaban con las de Maler. Las imágenes que obtuvo en varios sitios mayas entre 1881 y 1894 sirvieron de base para la elaboración de dibujos a línea de gran precisión, a cargo de Annie Hunter. Maudslay también produjo excelentes mapas de los sitios que visitó, además de numerosos moldes de papel húmedo y látex, que sirvieron de base para elaborar réplicas fieles, aunque desafortunadamente quiso ir un paso más allá, para lo cual juzgó apropiado remover de su contexto original algunos de los mejores monumentos de Yaxchilán —sin contar con los correspondientes permisos del gobierno de México— para trasladarlos después al Museo Británico en Londres. A pesar de ocasionales lapsos éticos como este, las publicaciones de Maudslay —y las de su rival Maler—, acaecidas durante el cambio de siglo, proporcionaron a los mayistas excelentes dibujos y fotografías de las inscripciones de Copán, Palenque, Yaxchilán, Naranjo, Piedras Negras y otros sitios de Campeche y Yucatán, sentando con ello las bases para el trabajo de desciframiento que habría de desarrollarse en las siguientes décadas.

A la par, una expedición del estadounidense Museo Peabody de la Universidad de Harvard, dirigida por George B. Gordon, comenzaría hacia 1890 una década de excavaciones arqueológicas en Copán. Mientras tanto, entre 1880 y 1896, el alemán Ernst Förstemann, director de la Real Biblioteca de Sajonia, publicó el facsímil más exacto del Códice de Dresde jamás producido, tras lo cual comenzó a esclarecer uno a uno el funcionamiento de los principales aspectos calendáricos plasmados en este documento. De mente tan brillante como incisiva, su cercanía cotidiana con el documento original le permitió estudiarlo sistemáticamente y entender el funcionamiento de muchas de las tablas numéricas del antiguo manuscrito, incluyendo la Cuenta Larga, el sistema de cálculo vigesimal, el funcionamiento de los almanaques de doscientos sesenta días (tzolk’in) y gran parte de las tablas de Venus y de la Luna. Esto implicó la identificación de gran parte de los símbolos para los días, meses y símbolos numéricos, de tal forma que debemos a Förstemann el haber descifrado la mayor parte del calendario maya.

Siguiendo los pasos de gigante de Förstemann, diversos académicos continuaron con la investigación del calendario y la astronomía en gran detalle. En 1882, Cyrus Thomas estableció que el orden de lectura de la escritura maya era de izquierda a derecha y de arriba abajo, en pares de columnas. Un poco más adelante, fueron reconocidas por vez primera las variantes de cabeza para cada uno de los números —una forma alterna de sustituir los numerales de puntos y barras por retratos de seres sobrenaturales en vista de perfil— en el libro The Archaic Maya Inscriptions del periodista estadounidense Joseph T. Goodman, publicado en 1897. Años después, hacia 1905, el propio Goodman sugeriría un método para correlacionar el calendario maya con los calendarios juliano y gregoriano, que es esencialmente el mismo que se utiliza hoy en día y permite a los epigrafistas calcular las fechas de Cuenta Larga mayas con el escasísimo margen de error de un día en miles de años.

Es aquí cuando aparece una de las grandes figuras de los estudios mesoamericanos, el filólogo y erudito alemán Eduard Seler, a quien debemos el haber integrado muchas de las ideas cosmológicas del México central y de los mayas. Conocedor de las principales lenguas indígenas de Mesoamérica, Seler es reconocido como el fundador de la investigación iconográfica mesoamericana. Si bien el desciframiento del sistema de escritura maya estuvo lejos de ser el renglón donde se dieron sus mayores aportaciones, consiguió identificar los glifos que se refieren a los cuatro puntos o rumbos cardinales y su asociación con colores específicos. Siguiendo los pasos de Karl Sapper, quien realizó un mapa de los edificios de la acrópolis de Toniná, Seler visitó estas ruinas con su esposa Cecil en 1896, donde realizaron fotografías y moldes en papel de algunos monumentos. Un año más tarde, aparecería en Alemania una obra de Paul Schellhas, discípulo de Seler, que contenía la primera clasificación de las deidades mayas representadas en los códices, basada en la asignación de letras del alfabeto para cada una de ellas.

Eduard Seler (1849-1922). Estudioso alemán y principal mesoamericanista de su generación; se le considera el padre de la iconografía. Fue un formidable enemigo de la escuela fonetista de desciframiento representada por Cyrus Thomas.

Ya en los albores del siglo XX, Alfred Tozzer exploró Toniná y otros sitios en la región del Usumacinta, donde tomó fotografías de algunos monumentos, paralelamente a sus estudios etnográficos sobre grupos mayayukatekos y lacandones. Poco después, en 1912, R. E. Merwin, también de Harvard, efectuaría excavaciones en el sitio de Holmul, en Guatemala. Hacia 1922, comenzaría su brillante carrera un joven aventurero danés llamado Frans Blom, quien fue comisionado por el célebre arqueólogo mexicano Manuel Gamio para efectuar trabajos de exploración en Palenque. Pocos años más tarde, en 1925, el propio Blom llegó a Toniná y otros sitios de Ocosingo, acompañado por Oliver LaFarge. En su célebre obra Tribes and temples, publicaron una detallada descripción de tales sitios, que incluía la descripción e ilustración de unos treinta monumentos jeroglíficos.

Al contarse por fin con un corpus abundante de imágenes de alta calidad, los avances en el desciframiento se suscitaron en forma vertiginosa. En 1934 aparecieron una serie de artículos de corte lingüístico en Francia. Su autor fue Jean Genet, verdadero visionario quien se adelantó varias décadas a su tiempo al proponer que los glifos mayas eran signos fonéticos, capaces de registrar aspectos históricos. Armado de su conocimiento de lenguas mayas y fuentes coloniales como el Popol Wuj y los libros del Chilam Balam, Genet llegó inclusive a descifrar correctamente uno de los glifos asociados con la guerra. No contento con ello, propuso por primera vez que las figuras de cautivos en Yaxchilán podían contener sus nombres grabados en sus muslos, décadas antes de que Tatiana Proskouriakoff llegase a la misma conclusión.

Una figura extraordinaria que habría de revolucionar los estudios mayas fue Tatiana A. Proskouriakoff (1849-1922). Investigadora de origen ruso, trabajó para la Institución Carnegie, y posteriormente para el Museo Peabody de la Universidad de Harvard.

Entre 1926 y 1937, mientras la institución Carnegie de Washington comenzaba el ambicioso proyecto arqueológico de Uaxactún, cuarenta kilómetros al norte de Tikal, el estudioso alemán Hermann Beyer comenzaba a analizar estructuralmente las inscripciones de Chichén Itzá, lo cual le llevó a encontrar correspondencias entre varios textos que parecían indicar que los escribas mayas podían valerse de formas alternas para registrar la misma información, lo que eventualmente llevaría a descubrir el principio de sustitución fonética. Sus resultados, publicados en 1937, sentaron las bases para muchos desciframientos posteriores, si bien no fueron enteramente valorados en su tiempo. Por esa época aparecieron publicaciones como Introducción al estudio de los jeroglíficos mayas y Las inscripciones de Copán, de Sylvanus G. Morley, cuyo interés se centraba casi exclusivamente en las porciones calendáricas de las numerosas inscripciones que publicó, a expensas de los demás aspectos de su desciframiento. En esta labor, Morley habría de ser sucedido por uno de los más grandes mayistas de todos los tiempos, sir John Eric Sidney Thompson. Si bien son innegables el conocimiento enciclopédico y las aportaciones de este erudito en ámbitos muy diversos de la cultura maya, también es cierto que la encumbrada posición de autoridad que llegó a adquirir dentro del medio académico se convirtió durante décadas en un obstáculo formidable para el avance del desciframiento, al oponerse tenazmente a toda propuesta basada en el fonetismo. Pese a sus promisorios aportes iniciales sobre el funcionamiento de un principio básico de la escritura maya llamado «rebus» —el uso de símbolos o grafías exclusivamente por su sonido, sin tomar en cuenta su significado, a fin de representar nuevas palabras—, eventualmente Thompson consideraría erróneamente como «ideogramas» los signos del sistema jeroglífico maya. Su método se basó entonces en intentar identificar las imágenes que creyó ver representadas en cada uno de los signos, para después «extraer» su significado a partir de arriesgadas asociaciones simbólicas, altamente subjetivas. Tras años de explorar en vano en esta dirección, llegó a dudar que la escritura maya pudiera ser jamás descifrada en forma satisfactoria. No obstante lo anterior, sus esfuerzos le llevaron a producir un catálogo de jeroglíficos que, pese a sus limitaciones, continúa siendo bastante usado hoy en día.

Un hito en la investigación arqueológica maya tuvo lugar en 1939, cuando el entonces presidente de México, el general Lázaro Cárdenas, tras una visita de Estado a Palenque, firmó el decreto para crear el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), que desde entonces es la institución responsable de la exploración, conservación, restauración y difusión del patrimonio arqueológico de México. La década de 1940 fue testigo de la llegada a México del alemán Heinrich Berlin, quien comenzó a trabajar en Palenque a los veinticinco años de edad. Berlin pronto adquiriría experiencia arqueológica, aunque sus mayores contribuciones se darían posteriormente en el terreno de la epigrafía. Entre 1949 y 1952 tuvo lugar quizá el más importante descubrimiento en la historia de la arqueología maya, cuando Alberto Ruz Lhuillier, director del proyecto del INAH en Palenque, encontró un pasadizo secreto en el Templo de las Inscripciones de Palenque, el cual ocultaba una gran escalinata abovedada que descendía por el interior de la pirámide hasta más allá de su base. Su trazado daba la vuelta hasta finalizar en una gran cámara funeraria ricamente decorada. Al centro de esta cámara Ruz y su equipo encontraron un inmenso sarcófago de piedra con un esqueleto humano en su interior, ataviado con joyas dignas de un rey. Fue el propio Berlin quien se dio a la tarea de estudiar los jeroglíficos del sarcófago recién descubierto, y pronto logró conectarlos con otros textos de Palenque, llevándole a la inescapable conclusión —revolucionaria para entonces— de que debían contener nombres personales. Eventualmente, tras años de estudios y sucesivos desciframientos, estos restos pudieron ser identificados como los del más poderoso de los antiguos reyes de Palenque, K’inich Janaahb’nal Pakal.

Así, se retomaban las ideas pioneras de Genet en el sentido de que las inscripciones mayas podían verdaderamente contener información histórica. El brusco viraje de timón que implicaban estos nuevos hallazgos siguió gestándose en 1958, cuando un investigador de la entonces URSS, Yuri Knorosov, demostró que la escritura maya era precisamente de naturaleza fonética. Armado del «abecedario» publicado en la obra de Landa y de reproducciones a dibujo de los Códices de Dresde y Madrid que encontró en su juventud como soldado del Ejército Rojo en la derruida Biblioteca de Dresde, fue capaz de identificar signos análogos en uno y otro documento, lo cual le llevó a darse cuenta de que los signos allí representados no eran «letras», sino «sílabas». Por elemental que ahora pueda parecer, esta contribución colaboró mucho en el regreso de los estudios epigráficos al camino correcto —alejándolos de hipótesis «ideográficas» y simbólicas como las vertidas por Thompson—. El primer grupo de once desciframientos de Knorosov marcó un hito en la historia de la investigación maya, si bien sus propuestas posteriores carecieron del mismo rigor metodológico y no resistieron la prueba del tiempo.

Tras una brusca confrontación entre las posturas encontradas de Thompson y Knorosov, cargada de tintes de la Guerra Fría que entonces dominaba el panorama político internacional, hacia 1960 el desciframiento entró de lleno en la llamada «era histórica», gracias en buena medida a las aportaciones de Tatiana Avenirovna Proskouriakoff, quien tras analizar monumentos de Piedras Negras concluyó que muchas de las inscripciones que los epigrafistas habían hasta entonces considerado como estrictamente astronómicas y calendáricas contenían en realidad glifos que hacían referencia a eventos de carácter histórico. A este nuevo entendimiento contribuyeron también en forma sustancial nuevos aportes de Berlin, quien identificó regularidades en ciertos cartuchos que lo llevaron a postular su teoría de los «glifos emblema», que hoy sabemos representan los nombres antiguos de los linajes y entidades políticas que controlaban ciudades como Palenque, Tikal, Copán y Yaxchilán. Casi al mismo tiempo, la institución Carnegie llevaría a cabo su último proyecto arqueológico de gran envergadura en el sitio de Mayapán, al norte de Yucatán, bajo la dirección de Harry Pollock.

De 1956 a 1970 tuvo lugar uno de los mayores proyectos arqueológicos de la historia, desarrollado por la Universidad de Pensilvania en Tikal, Guatemala, primero bajo la dirección de Edwin Shook y, posteriormente, a cargo de William R. Coe. La cantidad de información obtenida por este proyecto tuvo un impacto inestimable en los estudios mayas, pues se cuenta sin duda entre los sitios arqueológicos más grandes e importantes de toda el área maya. Allí pudieron encontrarse incontables datos históricos plasmados en docenas de monumentos jeroglíficos, no pocos de los cuales fueron después confirmados como verídicos por la arqueología, como ocurrió con el hallazgo del Entierro 10, perteneciente al poderoso gobernante Nu’un Yax Ahiin.

Durante este intervalo, la corriente fonetista de Knorosov comenzó a ganar terreno en los estudios epigráficos. Entonces comenzó la brillante carrera del explorador británico Ian Graham, cuya visión le llevó a identificar uno de los mayores obstáculos para el avance del desciframiento: la ausencia de un corpus más completo de imágenes de alta calidad que incluyera inscripciones ocultas en un gran número de sitios que aún permanecían sin ser descubiertos y documentados. Surge así en 1971 el proyecto del Corpus de Inscripciones Jeroglíficas Mayas, basado en el Museo Peabody de la Universidad de Harvard, y pronto la visión de Graham demostraría ser correcta, pues la abundancia de nuevas inscripciones proporcionadas por este proyecto, en veinte volúmenes soberbiamente publicados, desde entonces ha ocasionado un profundo impacto en el avance del desciframiento, a la vez que ha fijado los exigentes estándares que demanda la investigación moderna.

Casi al mismo tiempo, varios investigadores, principalmente estadounidenses, entre los que estaba el lingüista Floyd Lounsbury, el arqueólogo David Kelley y su alumno australiano Peter Mathews, así como la historiadora del arte Linda Schele, adoptaron un enfoque multidisciplinario que los llevó a desarrollarse en campos ajenos a los de su formación original. A iniciativa de Merle Greene Robertson surge la serie de «Mesas Redondas de Palenque», reuniones anuales enfocadas en los aspectos fundamentales del desciframiento, la iconografía y la historia mayas.

Tras esta etapa se inicia la llamada «era moderna», donde se ha dotado a las valiosas aportaciones de la generación anterior de un rigor metodológico del que en ocasiones carecían. Con creciente cientificidad, la investigación epigráfica actual finalmente comienza a integrarse con los avances suscitados en otras disciplinas, como la arqueología y la lingüística histórica. En esta última etapa del desciframiento, merecen mención aparte las aportaciones de figuras de nuestro tiempo, encabezadas por David Stuart, el propio Peter Mathews, Nikolai Grube, Stephen Houston, Alfonso Lacadena, Simon Martin y otros brillantes epigrafistas de varias nacionalidades. Por su parte, en México y Guatemala, la investigación mayista cuenta con una larga tradición, y son numerosos los exponentes que hoy día se ocupan de sus variados campos de especialización. Las aportaciones de la epigrafía moderna han abierto de par en par las puertas al conocimiento directo de aspectos de su cultura como los orígenes y desarrollo de la escritura, la geopolítica, la guerra, la mitología, la religión, además de la tradición poética y literatura prehispánicas.

Un resultado importante de la era moderna es su creciente integración con la arqueología, hasta el punto de que en muchos proyectos arqueológicos es frecuente ver a arqueólogos, epigrafistas, ceramistas, antropólogos físicos y restauradores trabajando codo con codo, ampliando con ello el alcance de las interpretaciones y haciendo justicia a la dimensión histórica de la civilización maya, superándose así métodos obsoletos de estudio, más aptos para el conocimiento de sociedades prehistóricas.

Tras doscientos años de afanosa labor, los estudiosos han logrado decodificar los intrincados mecanismos del calendario. Posteriormente, pudieron hallarse las claves fonéticas del desciframiento. El saldo hasta hoy es que aproximadamente el ochenta por ciento de los signos puede leerse con certeza. Ello ha permitido que —tras mil trescientos años— vuelvan a pronunciarse los nombres de ciudades y gobernantes largo tiempo olvidados, así como relaciones de seres y eventos míticos escritas un milenio antes del épico Popol Wuj. Sin embargo, la gran aventura del desciframiento aún no concluye y habremos de vivir aún algunos de sus episodios más importantes.

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