Los Mayas

La Conquista

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«Será arrollado el itza’ y rodará la ciudad de Táankaj». Así fue de alguna manera «profetizado» en el Chilam Balam de Maní lo que habría de ocurrir —o lo que ya había ocurrido— durante el k’atun 13 Ajaw (1520-1539), incluyendo la llegada de extranjeros barbados procedentes del oriente, en cuyas palabras «no había verdad».

En el Caribe, la isla de Cuba había sido conquistada algunos años atrás. En febrero de 1517 zarparon desde allí tres navíos bajo el mando de Francisco Hernández de Córdoba. Llegaron primero a lo que es hoy Isla Mujeres, cerca de Cancún, encontrando un territorio fuertemente dividido en incontables cacicazgos. Tras bordear las costas de Campeche, hallarían la población de Champotón, donde serían repelidos por hordas de guerreros bajo el mando del cacique Moch-Ko’woj (‘dedos de tarántula’), forzándoles a regresar a Cuba. Las historias que suscitó este viaje —sobre la existencia de fabulosas ciudades repletas de oro— pronto motivarían una segunda expedición, la de Juan de Grijalva. Desembarcarían primero en la isla de Cozumel, desde donde navegan hacia el sur, pasando junto a Tulum. La vista de sus murallas y templos impresionó a la tripulación —sin sospechar siquiera la existencia de capitales mucho mayores, abandonadas siglos atrás—, aunque prudentemente decidieron evitar a sus fieros guerreros. Tras virar en redondo, Grijalva siguió la misma ruta de su predecesor, que los llevaría directamente a Champotón, donde se enfrentarían también al iracundo Moch-Ko’woj —esta vez con mejor suerte—, tras lo cual descubrieron la Laguna de Términos, donde desemboca un río, bautizado como Grijalva, en honor de su capitán. Eventualmente llegarían a Veracruz, donde entablarían contacto por primera vez con la alta cultura de los mexicas o «aztecas», quienes controlaban el comercio regional, incluyendo cacao, textiles finos, piedras preciosas, oro y plata.

Cortés dialoga con nobles indígenas, asistido por su su intérprete de origen maya-chontal Malintzin, «La Malinche». Lámina del Lienzo de Tlaxcala, siglo XVI.

Tal y como anunció Ketzalcōatl, fue en un año Uno-Caña —febrero de 1519— cuando zarpó de Cuba una tercera y más ambiciosa expedición —conformada por once navíos, cuatrocientos hombres y unos cincuenta caballos—, bajo el mando del aguerrido capitán Hernán Cortés. Siguiendo la ruta de Hernández de Córdoba, desembarcaría primero en Cozumel. Sin embargo, los relatos acerca de fabulosas riquezas apremiaban al pragmático Cortés a partir sin demora hacia Laguna de Términos —procurando esta vez evitar Champotón—. Hace su llegada al puerto chontal de Xicalango, donde derrota al cacique local. Como parte del botín obtenido, toca a Cortés recibir una princesa chontal, la célebre «Malinche» —después bautizada como Doña Marina—. Poco después fundaría la Villa Rica de la Vera Cruz, y los eventos que se suscitan a partir de entonces desencadenarían la gran epopeya de la Conquista de México-Tenochtitlan —el 13 de agosto de 1521— que culmina con la victoria del ejército de Cortés sobre la Triple Alianza, con la ayuda de sus aliados totonacos y tlaxcaltecas.

Los pormenores de este episodio trascendental son narrados en muy diversas obras. Nuestra historia prosigue con lo que ocurriría poco después, dentro del territorio maya, cuando en 1523, Cortés encarga a su valeroso —aunque despiadado— lugarteniente Pedro de Alvarado emprender una temeraria expedición, con el objetivo de lograr la conquista de Guatemala. Al mando de trescientos soldados, caballería y cientos de aliados tlaxcaltecas, Alvarado atravesó la región del Soconusco —habitada por mayas y mije-sokes—, desde donde se internaría en lo que hoy es Guatemala. Allí le aguardaba la férrea resistencia organizada del ejército k’iche’. Sobrevendrían cruentas batallas, primero en Zapotitlán. Otra bajo las faldas del volcán Santa María hizo que se tiñeran de rojo las aguas del Olintepeque (llamado después Xeq’iq’el, ‘río de sangre’).

El momento decisivo llegaría en febrero de 1524, con el épico enfrentamiento entre los ejércitos de Alvarado y del gran capitán adelantado Tekum Umam —nieto del gran rey K’iq’ab’— en los llanos de El Pinar. Es aquí donde historia y leyenda se funden, pues fuentes indígenas como los títulos de K’oyoi y de Otzoya, así como la crónica del español Fuentes y Guzmán, coinciden en que la superioridad de las armas de fuego europeas hizo que los aguerridos k’iche’ procuraran valerse «de mayores fuerzas que las humanas» —del poder del Nawal—. Así, mientras sus capitanes se transfiguraban en jaguares y pumas, el propio Tekum Umam se convirtió en un águila de verdes plumas en su duelo final contra Alvarado. Tres veces voló por los aires, logrando incluso arrancar la cabeza al caballo del conquistador. Sin embargo, la lanza del experimentado Alvarado —a quien ya ningún prodigio podía sorprender— acabaría por atravesarlo en su tercer ataque. Tras la muerte de su gran líder, el ejército k’iche’ se rindió. Se dice que como un gesto al valor su enemigo caído, Alvarado consintió que tal lugar se llamase Quetzaltenango. Manda entonces incendiar la capital de Q’umarkaj (Utatlán), tras lo cual fundaría la villa de Santiago en 1524, sobre las ruinas de Iximché. Eventualmente, el resto de las tierras altas de Guatemala caerían bajo dominio español. En un principio, se valieron de una alianza con los kaqchikeeles para subyugar la resistencia del pueblo k’iche’. Después los usarían para someter a los tz’utujiles en su capital de Tz’iqinha’ (Santiago Atitlán). Sin embargo, la acumulación de abusos eventualmente llevaría a los kaqchikeeles a romper su alianza con los conquistadores, lo cual provocó dos insurrecciones, que se tradujeron en cinco años de intensos combates, hasta que fueron derrotados tras la captura de B’elejep K’at, el último de sus reyes.

Monumento al héroe y líder k’iche’ Tekum Umam, elaborado por Rodolfo Galeotti Torres. Quetzaltenango, Guatemala. Fotografía de Rud van Akkeren.

También en 1524, fuerzas bajo el mando de Luis Marín —a quien acompañaba el famoso cronista Bernal Díaz del Castillo— emprenden un reconocimiento desde Veracruz hacia el interior de Chiapas. Tras enfrentarse a grupos maya-tzotziles —zinacantecos y chamulas—, logran descubrir el valle de Simojóvel. Posteriormente, hacia 1528 Diego de Mazariegos vence la resistencia de los indios chiapa —no originarios de la región— y establece el primer pueblo español en territorio maya, «Chiapa de Indias» —hoy Chiapa de Corzo—. Poco después fundaría la Ciudad Real de Chiapa —hoy San Cristóbal de las Casas—. En 1525, durante su expedición a las Hibueras —Honduras—, el propio Hernán Cortés pasa por Noj Peten, en Tayasal. Allí, el rey itzá Kaanek’ lo recibe de buen grado, informándole de que estaba en posesión de buenas tierras para el cacao, cercanas al puerto de Nito. Al despedirse, Cortés deja bajo su cuidado un caballo herido, sin sospechar lo que de ello resultaría.

Mientras tanto, la codicia del oro se había encargado de alejar el interés europeo de Yucatán durante algún tiempo. Surgiría el sistema de la encomienda, que otorgaba a los conquistadores el usufructo de la tierra y los trabajadores indígenas, a cambio de enviar parte de las riquezas obtenidas a la Corona. En 1526, un noble originario de Salamanca llamado Francisco de Montejo —fogueado en las expediciones de Grijalva y Cortés— conforma una pequeña flota con la cual intentaría someter Yucatán. Tras cerciorarse de contar con el respaldo del emperador Carlos V, emprende dos expediciones en 1527 y 1531. En ambas se toparía con la férrea resistencia de los mayas de Yucatán y Quintana Roo, que costaría la vida a muchos de sus hombres, llevándole a un fracaso inicial. Sin embargo, en 1540 emprende una tercera expedición —esta vez acompañado por su hijo «el Mozo» y «el Sobrino», también llamado Francisco Montejo— en la cual factores inesperados jugarían a su favor, ya que sus campañas previas provocaron brotes de epidemia, que aunadas a devastadoras sequías, acabarían por diezmar a numerosas poblaciones. Los sobrevivientes habían caído en fuertes pugnas internas, derivadas de los añejos conflictos entre los linajes Tutul Xiw y Koko’om —cual fantasma de tragedias recurrentes—. Tras desembarcar nuevamente en Champotón, los Montejo se trasladaron a Kaanpech, donde fundarían la villa de San Francisco de Campeche. Sin embargo, aún les aguardaban serias dificultades, pues el b’atab’il de la provincia Aj Kaanul mandó a sus guerreros atacarlos repetidamente, hasta que lograron cercarlos. Con grandes esfuerzos, «el Sobrino» consiguió escapar con un contingente hasta las ruinas de Ixkáanti’ho’, donde eventualmente su primo «el Mozo» le alcanzaría con refuerzos.

Lo que siguió después fue el sitio de Mérida. Tras meses de repeler ataques continuos y sintiéndose perdidos, sobrevino en junio de 1541 la batalla decisiva, cuando la fortuna quiso que los Montejo lograsen causar gran mortandad entre las filas de guerreros mayas, cuya moral decayó. De inmediato atribuyeron su triunfo a la intervención divina. Poco después, el cacique Tutul Xiw de Maní capitularía ante ellos, sometiéndose a la Corona española y la autoridad del rey de Castilla. Sobre las ruinas de Ixkáanti’ho’ —habitadas siglos atrás por los reyes de Dzibilchaltún— se fundó la ciudad de Mérida. Convertir a los pobladores de la provincia de Maní a la fe católica solo sería cuestión de tiempo. Para tal fin se construyeron grandes conventos de amplios patios —como el de Izamal— donde en un solo día podían ser bautizados cientos de indígenas. Así, desde el k’atun 11 Ajaw (1539-1559), la crónica de Chumayel expresa que los hombres mayas abandonarían sus nombres originales, a cambio de nombres «cristianos», impuestos por los conquistadores. Sin embargo, la situación era inestable, y en 1546 estallaría una de las más cruentas rebeliones indígenas, cuando una unión de pueblos del oriente de la península intentó sacudirse el yugo español. Para sofocarla, las autoridades tuvieron que recurrir a los servicios de sus nuevos aliados de Maní, los Tutul Xiw.

Un personaje polémico de la historia colonial fue el obispo fray Diego de Landa, quien llegó a las costas de Yucatán desde 1549 con veinticinco años de edad. Pronto mostró un celo inusual en su deber, que lo llevaría a ascender hasta convertirse en la cabeza de la orden franciscana en Yucatán. Sin duda tuvo algún otro rasgo positivo de carácter, pues intentó defender a poblaciones mayas de los abusos de encomenderos. En 1566 escribe su célebre Relación de las Cosas de Yucatán. En ella buscaba describir el modo de vida de los mayas —ahora súbditos de la Corona— a las cúpulas eclesiásticas, para lo cual se valió de informantes letrados, miembros de la caída nobleza maya —como Gaspar Antonio Chi—. Su obra probaría ser un tesoro de información, pues sus detalladas explicaciones proporcionarían muchas claves para el posterior desciframiento del calendario y escritura mayas. Sin embargo, su figura es tan capaz de despertar sentimientos encontrados como las de Cortés o Alvarado. Sus fuertes prejuicios religiosos —fruto de su época— son la causa de que hoy día contemos únicamente con tres códices mayas auténticos, ya que mandó quemar cientos o miles de ellos —junto con ídolos y objetos sagrados— durante el funesto auto de fe de Maní acaecido en 1562, en el cual muchos mayas murieron tras ser torturados.

Unos quince kilómetros al oeste de Toniná, frailes dominicos fundarían en 1545 una iglesia en el pueblo de Yaxwite’, aunque la sublevación indígena de 1558 los forzaría a cambiar de sede a lo que hoy es Ocosingo (del nawa Okotzinko, ‘lugar de árboles de ocote’). Después fray Pedro Laurencio fundaría otras en Tumbalá, Yajalón y Santo Domingo de Palenque. Para entonces, fueron nombrados gobernadores españoles para las distintas provincias de Yucatán. Ello ocasionaría que se prestase mayor atención al grave problema que suponía la independencia de los itzáes para la Corona. Así, en 1618 son enviados desde Mérida dos franciscanos —Bartolomé de Fuensalida y Juan de Orbita— hacia las densas selvas del Petén. Al llegar a Noj Peten serían bien recibidos por el rey Kaanek’, aunque se percatan allí de la existencia de un extraño culto dirigido a Tzimin Cháak (‘dios relámpago tapir’). Su sorpresa sería mayúscula cuando son llevados ante su templo, donde se veneraba un insólito ídolo de piedra en forma de caballo, animal supuestamente desconocido en Mesoamérica. La solución del enigma resultó simple: la muerte del caballo dejado por Cortés casi un siglo atrás condujo a su apoteosis. El horror se apoderó de Orbita. Fuera de sí hizo añicos la abominable estatua. A punto de ser linchados por su afrenta, Fuensalida pronunció un inspirado sermón que salvaría la vida de ambos, sin embargo, el incidente dañó fatalmente la confianza de los itzáes hacia los europeos.

Pero la unidad itzá comenzaría a fragmentarse. Uno de los grupos sujetos a la autoridad del rey Kaanek’ —los Mopanes— parece haberse ramificado hacia lo que es hoy Belice, donde se especializarían en el comercio del cotizado cacao desde el puerto de Nito. Surge así la nación Mopán-Itzá. Otro linaje que buscaría independizarse de Noj Peten sería el de los Xokmo’, quienes hacia 1620 se establecieron en torno al río Cancuén —cerca de los límites con las tierras altas de Verapaz— en su búsqueda de recursos como el cacao y el achiote. Su insurrección les valdría ser atacados repetidamente por sus propios parientes itzáes, quienes por otro lado ambicionaban tomar posesión de las salinas de los Nueve Cerros —la mítica B’alunte’witz de sus mitos fundacionales—. Ello suscitaría combates contra otros grupos de la región —ch’oles, lacandones y mopanes—, aunque, una vez que lograron controlar el suministro de sal, los itzáes pudieron comerciar ventajosamente con estos.

En 1623 y 1624, dos incursiones más en el territorio itzá de Noj Peten dejan como saldo casi doscientos soldados y civiles españoles muertos, entre ellos el fraile Diego Delgado. Ello dio pie a políticas cada vez más agresivas de la Iglesia católica. Hacia 1630 la orden de los dominicos intensificaría su presión para evangelizar a sus vecinos ch’oles de Manché. Ante la amenaza que representaba la construcción de una villa española cerca de su territorio, los itzáes lanzaron un ataque devastador sobre el poblado ch’ol de San Miguel. El furor con que repudiaban los avances españoles arrastraría a otros grupos ch’oles de la región a rebelarse ante la Corona, aun cuando ello les forzaba a migrar hacia nuevas regiones. En1636, un nuevo ataque itzá provocaría la evacuación de misiones franciscanas a lo largo de los ríos de lo que es hoy Belice, dejando vía libre a los piratas ingleses para ocuparlas.

Mientras tanto, fray Diego López de Cogolludo resumiría de esta forma la situación prevaleciente en la península de Yucatán hacia 1688:

[…] todos los indios de aquella provincia, que están a cargo de nuestros frailes, hablan una lengua que se llama màayat’àan o lengua de maya, excepto los de Campeche que difieren en algunos vocablos y llámase su lengua Kaanpecht’àan, y los de Tixchel que tienen otra lengua más diferente, llamada putunt’àan o chontal.

Llegaría entonces el histórico encuentro entre el padre Avendaño y el rey Kaanek’ de Tayasal en 1996. Instado a rendirse ante la corona española, la sorprendente respuesta de Kaanek’ fue que todavía no era llegado el tiempo en que sus profecías les anunciaban que debían abandonar a sus antiguos dioses. Paradójicamente, tal momento no estaba lejos en absoluto, pues el año siguiente se cumplían doscientos cincuenta y seis años —otro ciclo may de trece k’atunes— desde que los itzáes establecieran su capital en Noj Peten. Fue como si la creencia en la implacable rueda del tiempo cíclico se impusiera sobre el curso natural de los hechos: con la llegada del k’atun 8 Ajaw, el líder itzá Kaanek’ intentaría pactar con los españoles, a fin de permanecer en el poder, lo que le valió ser traicionado por el b’atab’il de Ko’woj —en complicidad con Aj Chan y Ch’amach Sulu—. Llegó entonces una galera con ciento ocho soldados españoles bajo el mando del capitán general don Martín de Ursúa, quien logró tomar por asalto una desolada Noj Peten e hizo prisionero al rey Kaanek’ —ante las calumnias formuladas en su contra por el líder Ko’woj y sus cómplices—. Tras la pérdida de su máximo líder, el orden may del gobierno itzá se resquebrajó. Siguieron luchas internas, con cada parcialidad buscando imponerse sobre las demás, pero el roce con españoles traería un enemigo invisible: los virus europeos, para las cuales el sistema inmunológico indígena carecía de anticuerpos. Poblaciones enteras serían diezmadas. Cayó así la última ciudad de los mayas. Los templos y palacios de Noj Peten fueron destruidos para fundar la villa española de Flores.

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