Los Mayas

Flora y fauna

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Pese a la severa deforestación de las últimas décadas, la abundancia de árboles es todavía una de las características más conspicuas del área maya. Ello se refleja incluso en la etimología de vocablos como Guatemala (del nawatl Kwawtimala-tlan) y K’iche’, ambos con el significado de «región donde abundan los árboles». En las partes montañosas de las tierras altas abundan especies de pino y coníferas, mientras que en los valles crecen grandes árboles como el roble. Hoy en día el clima de las laderas montañosas es apto para el cultivo de café de excepcional calidad, aunque este no fue introducido sino hasta el siglo XIX. El principal modo de subsistencia en la antigüedad fue —y hasta nuestros días sigue siendo— el cultivo de la milpa (‘parcela’ en nawatl), para lo cual se modificaban las laderas en forma de terrazas, técnica que permite ampliar la superficie cultivable, a la vez que capta los ricos depósitos de tierra fértil arrastrados por las lluvia. En estas terrazas se practicó intensivamente la agricultura de «roza y quema», que más adelante discutiremos en profundidad. Desafortunadamente, este tipo de agricultura requiere deforestar grandes extensiones de terreno, lo cual, aunado a la introducción de prácticas occidentales como la ganadería y la tala de maderas preciosas, ha acabado con la mayor parte del bosque tropical de montaña de las tierras altas, diezmando con ello incontables especies de fauna. Como resultado, la otrora gran biodiversidad de las tierras altas y bajas incluye ahora muchas especies animales y vegetales en peligro de extinción. La zona transicional entre ambas regiones, comprendida por las tierras bajas del sur, presenta características medioambientales únicas, como son la vegetación de tipo tropical en las partes bajas y los valles —incluyendo árboles de ramón, caoba y ceiba— y de tipo boreal en las laderas y cumbres montañosas, como los bosques de coníferas, robles, cactáceas, musgo y líquenes.

Sin embargo, el grueso de la alta civilización maya se desarrolló en las tierras bajas centrales, cubiertas por selvas siempre verdes (llamadas bosques tropicales perennifolios), cuyas altas copas llegan a bloquear el paso de hasta el 99% de la luz solar hacia el suelo, cubierto por una gruesa capa de humus conformado de hojas en descomposición. El alto índice de precipitación fluvial permite allí densidades de hasta ciento cincuenta especies arbóreas por hectárea y una diversidad increíble de plantas, muchas con propiedades alimenticias o medicinales que los mayas conocieron mejor que nadie. Los incontables árboles se distribuyen formando entre tres y cinco estratos bien diferenciados. Allí abundan especies como la ceiba, enorme árbol nativo que alcanza hasta setenta metros de altura. Simbólicamente, la ceiba jugó un papel fundamental en el pensamiento maya, al hacer las veces de axis mundi o eje del cosmos. En estratos inferiores aparece la caoba —de hasta cuarenta metros de altura—y el ramón —de entre veinte y treinta y cinco metros de altura—, que produce pequeños frutos que pueden molerse en una pasta similar a la masa de maíz con la cual los mayas elaboraban tamales, cuyas partes en ocasiones se combinaban o sustituían por las de maíz en la dieta, especialmente en épocas de escasez. Otras especies son el cedro español y el chicozapote, pudiendo este último rebasar los treinta metros de altura. La dureza de su madera lo hizo ideal para la fabricación de dinteles y postes en la arquitectura, amén de que su savia produce el chicle o goma arábiga, cuya sobreexplotación en tiempos modernos lo ha convertido en un recurso escaso, aunque también ha propiciado el descubrimiento de un sinnúmero de ciudades mayas ocultas en la espesura de la selva.

El árbol de cacao asociado a un dios del maíz en contorsión. Imagen en vasija cerámica. Tierras bajas del sur. Clásico temprano.

Por su parte, el amate o árbol de ficus produce un fruto no comestible similar al de la higuera, y de su corteza macerada se extrae una pulpa que es golpeada hasta producir láminas delgadas que son luego puestas a secar al sol, obteniéndose así el preciado papel amate que era luego recubierto de níveo estuco, sobre el cual podían pintarse con los más brillantes colores los incontables libros plegables mayas tipo biombo o códices, como los que aún existen en Madrid, París y Dresde, según mencionamos previamente. Otra especie arbórea fue el palotinto o «palo de Campeche», del que los mayas obtenían la tintura negra, un pigmento muy apreciado. Había también palmas como la de corozal —que produce un aceite comestible exquisito— o bien la palma de guano, cuyas hojas siguen cubriendo los techos de las viviendas mayas de hoy, tal y como lo hicieron más de mil años atrás. En estratos más bajos aparecen árboles frutales como el cacao, de entre seis y diez metros de altura, muy apreciado por las élites mayas y comercializado extensamente a través de Mesoamérica, que llegará a ser usado como moneda en tiempos más tardíos, aunque parece tratarse de una especie originaria de Sudamérica. Fue debido al cacao importado del Nuevo Mundo desde el siglo XVI que Europa se aficionó en tan gran medida al chocolate. Sus frutos están protegidos por una espesa corteza, dentro de la cual hay una pulpa comestible y dulce que envuelve numerosos granos alargados y de forma oval similar a las avellanas, aunque de amargo sabor. Con ellos, los mayas producían exquisitas bebidas fermentadas y espumosas, dignas de ser consumidas por los grandes reyes y sus convidados. Según veremos, el cacao formó parte muy importante de la mitología maya.

El árbol Ficus glabrata personificado como la entidad AHN, cuyas hojas foliadas contienen numerales de puntos y barras, que indican su uso para la elaboración de códices.
El poderoso jaguar (Panthera onca), mayor felino de la selva tropical, otrora abundante en las tierras bajas, muy codiciado por su piel.
Jeroglífico maya para jaguar (b’ahlam). Dibujo del autor.
El quetzal resplandeciente de la selva tropical.
Jeroglífico maya para quetzal (k’uk’). Dibujo del autor.
Reptiles de las tierras bajas mayas, en su representación jeroglífica: la serpiente (chan) y el lagarto (ahiin). Dibujos del autor.

Respecto a la fauna, estos distintos estratos selváticos del mundo maya fueron el hábitat de un conjunto de criaturas de mayor o menor inverosimilitud para el conquistador y el explorador del Viejo Mundo. Las copas de los árboles estuvieron —y aún están en ciertas regiones— densamente pobladas de monos araña y monos aulladores, estos últimos capaces de emitir potentes rugidos. Ambos primates jugaron un papel fundamental en la mitología como dioses patronos de artistas y escribas. Aunque sin duda la criatura más imponente de todo el mundo maya fue el jaguar, a juzgar por la obsesiva reiteración de este tema en el arte y la escritura tanto maya como de muchos otros pueblos de Centroamérica y Sudamérica. Llega a alcanzar los dos metros de longitud y es el tercer felino de mayor tamaño en el mundo, únicamente superado por el león africano y el tigre asiático. Este depredador prefiere merodear en las densas selvas, que le facilitan tender emboscadas a sus presas con su mordedura letal. Fue debido a ello que los antiguos mayas lo llamaron b’ahlam o el ‘animal escondido’, cuyos hábitos nocturnos le hicieron ser asociado con el inframundo y la oscuridad. Mientras el hábitat del jaguar tiende a limitarse a las partes bajas, en las zonas transicionales y montañosas cede su lugar en la cadena alimenticia al puma, otro gran felino, llamado choj por los mayas. De voraz apetito y fiero temperamento, gusta también de cazar de noche atacando por sorpresa, importándole poco que sus víctimas puedan superarle en tamaño. Otros grandes felinos conocidos por los mayas fueron el ocelote, el leopardo y el jaguarundi, si bien son de dimensiones más reducidas que los dos primeros.

La temible nauyaca (Bothrops asper) llamada por los mayas «cola de hueso» (b’áakne’), uno de los ofidios más letales de América. Fotografía de Al Coritz.

No menos peligrosas fueron las diversas especies de serpientes venenosas, destacando en primer lugar la b’aakneh (‘cola de hueso’) o nauyaca (‘cuatro narices’), que alcanza hasta dos metros de longitud y cuya letal ponzoña produce necrosis o muerte de los tejidos afectados. La sigue inmediatamente la víbora de cascabel tropical que gusta de merodear en las selvas y sabanas de centro y Sudamérica mientras agita sus crótalos a manera de advertencia, pues su veneno puede producir parálisis progresiva, ceguera y sordera. Los mayas la llamaron tzahb’kaan y la relacionaron con la constelación de las Pléyades. También vive aquí el coralillo, alargado ofidio cuyo cuerpo presenta anillos negros, rojos y amarillos, cuya secuencia ayuda a diferenciar la especie verdaderamente peligrosa de otra inofensiva, que sólo la imita para no ser molestada. Aunque no representa un riesgo para el ser humano, la gran boa constrictor (llamada también serpiente-venado, chijchan o mazacoata) es capaz de engullir mamíferos de gran tamaño y es uno de los ofidios más representados en la mitología y el arte mayas. También los muy numerosos ríos y cuerpos de agua dulce en torno a las antiguas ciudades estuvieron habitados por enormes cocodrilos de color pardo grisáceo que, si bien distintos al lagarto americano o al caimán, podían alcanzar los cuatro metros de longitud. Con sus poderosas fauces y voraz apetito, este saurio infundió temor y respeto a los antiguos mayas, quienes lo llamaron ahiin, haciéndolo protagonista de varios de sus mitos de creación.

Dentro de tan exuberante medio, tanto depredadores naturales como pobladores humanos tuvieron acceso a una amplia gama de carne de caza. Las presas de mayor tamaño incluyeron al enorme tapir de hasta trescientos kilos de peso —llamado tihl—, el oso hormiguero, el agutí, la tuza, el tlacuache, el coatimundi, el venado de cola amarilla y el pecarí o jabalí salvaje, llamado chitam. Inferiores en tamaño fueron el armadillo, el topo, el zorro, el mapache, el puercoespín y reptiles y anfibios como la iguana, el sapo, la rana arbórea, y las distintas especies de tortugas, algunas de enormes proporciones. También fueron codiciadas por su delicioso sabor y brillante plumaje aves como el quetzal, el tucán, el faisán, el guacamayo, el pavo real, el guajolote, la cotinga y el pájaro carpintero. En ríos, lagos y costas los mayas se proveían de una gran diversidad de peces y otras criaturas marinas, como el tiburón —xook en maya—, la mantarraya, el delfín, el bagre, el pez gato, la mojarra, el robalo y el tarpón, así como caracoles, ostras, almejas y otros moluscos —cuyas conchas podían ser después finamente decoradas—. El amplio menú al que tenían acceso las élites mayas incluía también camarones de río y mar, langostas, piguas, cangrejos, pulpos, calamares e inclusive enormes manatíes o «vacas marinas».

Un enorme lagarto (Crocodylus acutus) toma el sol a la orilla del río Usumacinta, en el camino hacia Yaxchilán. Fotografía de Lucia R. Henderson.

También existían entonces muchos de los mismos insectos y arácnidos que hoy día siguen importunando a viajeros y turistas —en menor medida— y especialmente a quienes pasan largas temporadas o viven allí. Estas especies incluyen hormigas arrieras y hormigas soldado, toda clase de mosquitos —como el de la malaria—, avispas y abejas —que los mayas cultivaban por su miel y cera—, moscardones y moscas como el ruidoso tábano o bien la mosca chiclera, cuyas picaduras pueden causar graves daños, al igual que las de incontables especies ponzoñosas de artrópodos que allí habitan, como la araña y el escorpión. Menos dañinos para el hombre resultan los ciempiés y milpiés, llamados chapaht en la antigüedad; las enormes tarántulas que alcanzan el tamaño de un puño humano; los escarabajos (algunos voladores) y las orugas, que se metamorfosean en incontables especies de mariposas de vibrantes colores, algunas de hasta veinte centímetros, que superan en número a sus compañeras nocturnas, las polillas. Entre las especies exóticas está el insecto palo, de cualidades miméticas casi tan extraordinarias como las del camaleón. Por las noches es común escuchar a manera de telón de fondo el chirriar producido por innumerables chicharras y grillos, adornado contrapuntísticamente por el croar de las ranas y sapos. Finalmente, las múltiples cuevas del mundo maya están plagadas de murciélagos, llamados antiguamente suutz’, cuyo excremento contiene esporas que, en caso de ser inhaladas, pueden causar grave daño a los pulmones si no se toman las debidas precauciones.

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