Los Mayas

El Clásico temprano

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Hemos visto en el capítulo anterior que la alta cultura maya surge desde el Preclásico. ¿Por qué entonces se habla de una transición hacia el período Clásico hacia el año 250 d. C.? Si bien los principales rasgos de lo que llamamos «civilización» ya se habían configurado plenamente durante el período previo, también es cierto que el cierre del Preclásico no estuvo exento de fuertes cambios, cuyo reflejo en el registro arqueológico es tan notorio que ha llevado a algunos investigadores a plantear que ocurrió entonces un primer colapso del orden establecido, pero ¿lo hubo realmente? Los motivos por los que se habla de ello tienen que ver con el franco declive —incluso el abandono total— de muchas de las grandes capitales que dominaron la era anterior —entre ellas Nakbé y El Mirador al norte del Petén, el sitio de Cerros, en Belice y Kaminaljuyú en las tierras altas de Guatemala—. Es cierto que no se trató de un fenómeno generalizado, pues algunas ciudades preclásicas perdurarían, aunque con una capacidad muy disminuida. De entre los centros sobrevivientes, fueron muy pocos en realidad los que crecerían en estatura política, económica y militar, al capitalizar las nuevas circunstancias a su favor, incluyendo los vacíos de poder resultantes. Nos referimos aquí a Tikal y Calakmul, quienes siglos más tarde protagonizarían la más encarnizada lucha por le hegemonía y el poder jamás vista en la historia maya.

Tras ocurrir los eventos que marcan el final del Preclásico, llegamos a un período transicional llamado Protoclásico (0-250 d. C.). La arqueología tradicional considera que fue aquí cuando surgieron muchos de los rasgos distintivos que solemos asociar con la civilización maya, tales como el empleo de cerámica con decoración multicolor (llamada polícroma), la aparición de determinados estilos arquitectónicos, o bien la erección de estelas (monumentos clavados en el suelo con fechas glíficas). Sin embargo, ahora sabemos que —al menos en algunas regiones— tales rasgos pudieron desarrollarse algunos siglos antes del Protoclásico. Por otra parte, la tradición cerámica del Petén —representada por la llamada «esfera Tzakol» de Uaxactún— no parece mostrar cambios abruptos durante el paso del Preclásico tardío al Clásico temprano. Ciertas tendencias en cuanto a formas y tipos continúan, aunque se añade la decoración polícroma, ante la mayor abundancia de pigmentos disponibles, resultado de la profusión de nuevas rutas de comercio y los crecientes vínculos económicos y políticos entre regiones relativamente distantes.

Podemos percibir con mayor facilidad los cambios en el sistema de gobierno. En este ámbito resulta claro que durante el Clásico temprano se consolidan y adquieren mayor complejidad las principales instituciones políticas y religiosas que venían desarrollándose desde hacía siglos. La presencia de un sistema político desarrollado queda de manifiesto con la aparición de los primeros glifos emblema, plasmados en monumentos de esta época. A grandes rasgos, un glifo emblema es una convención para representar el título de un supremo gobernante, a través de indicar su pertenencia a determinado linaje o dinastía. A su vez, los nombres de algunos linajes pueden derivar de la geografía, es decir, de su lugar de origen, aunque no siempre es el caso. Hoy día la mayoría de los glifos emblema pueden leerse casi por completo. Su descubrimiento ha permitido a los investigadores estudiar cómo interactuaban entre sí una buena parte de las ciudades mayas que conocemos. Cuáles fueron aliadas y cuáles rivales. Qué linajes tenían vínculos de parentesco o políticos y cómo se creaban y se mantenían tales vínculos. Así, los reyes de Tikal —y posteriormente los de Dos Pilas— se hicieron llamar k’uhul Mutu’ul ajaw (‘señor divino de Tikal’) y aquellos de la poderosa dinastía que gobernó primero Dzibanché y después Calakmul se autodenominaban k’uhul Kaanu’ul ajaw. Por su parte, Palenque y Tortuguero estuvieron controlados por ramas distintas de la dinastía de B’aaka’al, y Yaxchilán por la de Pa’chan (‘Cielo Partido’), vinculada también con el sitio de El Zotz’ en el Petén.

Si bien muchos aspectos de la transición hacia el Clásico temprano —es decir, del Protoclásico— permanecen oscuros, el inicio del Clásico estuvo marcado, como hemos dicho, por fuertes cambios en el orden establecido. Tuvieron que pasar algunos siglos de gestación, tras el colapso de urbes de la magnitud de El Mirador y Nakbé, para que las tierras bajas mayas pudieran recomponerse y recobrar su dinámica, otrora floreciente. Entre otros procesos, la inmigración masiva pudo ayudar a lograrlo. Se ha hablado mucho acerca de un notorio incremento de la población en la región central que habría tenido lugar hacia el año 250. Las causas que lo propiciaron son difíciles de determinar, aunque algunos expertos consideran que la erupción del volcán Ilopango, en lo que hoy es El Salvador, propició un éxodo masivo de población desde las tierras altas del sureste —incluyendo a grupos portadores de la tradición cerámica Usulután— que se habría refugiado eventualmente en el Petén, fenómeno apreciable en sitios como Nohmul, Barton Ramie, Holmul y posiblemente Tikal. Así, la llegada de diversas oleadas de gente procedentes de las tierras altas pudo ser uno de los factores que propiciaron un auge y revitalización cultural y artística en las partes bajas del Petén.

Glifos emblema identificados por Heinrich Berlin en 1958. Obsérvese que algunas ciudades poseían más de un emblema o variantes del mismo (por ejemplo, Palenque y Yaxchilán). Dibujo de Heinrich Berlin.

Fue entonces que la composición étnica de regiones enteras cambió drásticamente, pues al tiempo que los grupos mayas consolidaban su dominio, las poblaciones mije-sokeanas fueron empujadas hacia fronteras cada vez más distantes, o bien forzadas a integrarse a una nueva dinámica «maya», regida por grupos ch’olanos de alta cultura, al parecer originarios de alguna región al sur de las tierras bajas. A manera de analogía, quienes hoy llamamos «griegos de la antigüedad» fueron en realidad un conjunto de grupos étnicos en mayor o menor medida vinculados por lenguas y tradiciones relativamente afines, entre los que se cuentan jónicos, dorios, tracios y frigios. De la misma forma, si queremos penetrar más allá de las apariencias y sumergirnos en el mundo maya de la antigüedad, debemos dejar de verlos como un único bloque conformado por gente «maya», y comenzar en cambio a diferenciarlos en grupos de tierras bajas —como ch’olanos, tzeltalanos y yukatekanos— y un buen número de grupos adicionales en las tierras altas —como k’iche’anos, mameanos y chujeanos—. Sin embargo, de alguna forma las mayores o menores diferencias étnicas y lingüísticas habidas entre estos grupos quedarían relegadas ante la gran cantidad de rasgos compartidos en sus culturas, los cuales los conferían una gran identidad común, más allá de la imperiosa necesidad de unirse para prosperar y resistir el embate de grupos «no-mayas», tanto al sur como al poniente, como los caribes, xinkas, lencas, mijesokes y nawas, entre otros. Pero ¿cómo es que llegó a forjarse tal identidad «maya» en el agitado crisol que era entonces el sureste de Mesoamérica?

Décadas atrás, nos habríamos hallado en severa desventaja para responder una pregunta de tal naturaleza, ante la ausencia de fuentes escritas descifrables que pudiesen arrojar luz sobre este período tan antiguo. Hoy, tras una sucesión de avances en el desciframiento maya, sabemos que parte de la respuesta tiene que ver con el establecimiento de un nuevo modelo de gobierno, marcado por el advenimiento de «la era de los señores divinos». Fueron encumbrados nuevos linajes, cada uno encabezado por su respectivo K’uhul Ajaw (‘señor divino’), quien hacía las veces de rey o dinasta. Valiéndose del sólido respaldo que le confería el tener bajo su cargo una plétora de sacerdotes, escribanos y otros nobles de la clase gobernante —incluso en sitios subordinados— amén de jefes militares al mando de guerreros formidables, los señores divinos mantenían celosamente o transformaban el orden establecido, según fuese más conveniente para garantizar sus privilegios, duramente ganados a través de los siglos. Como tales, los señores divinos y las élites en torno suyo fueron propensos a enfatizar, o en ocasiones a imponer abiertamente, sus propias versiones sobre el origen de su linaje, de su grupo o su ciudad, así como las bases mitológicas y sobrenaturales en que éstos se sustentaban (léanse sus propios mitos fundacionales).

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