Los Mayas

Colonia y rebeliones indígenas

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Tres siglos de dominio español habían transformado la faz de las tierras bajas centrales, tornándola irreconocible. A través de los siglos xvii y xviii, encomenderos españoles y ladinos de la Nueva España y la Capitanía General de Guatemala continuaron enriqueciéndose mediante la explotación de sirvientes mayas —quienes laboraban prácticamente en condiciones de esclavitud—. Los abusos e injusticias sobre la población indígena se habían vuelto cotidianos. Salvo muy honrosas excepciones, eran cómplices en ello gran número de autoridades y miembros del sacerdocio, imponiéndoles estos últimos pesadas cuotas por administrar los sacramentos. La situación general de la población era de pobreza extrema, con la excepción de oportunistas caciques, prestos a colaborar con el gobierno virreinal. Unos pocos grupos buscaron escapar —como los lacandones—, internándose en lo más recóndito de las selvas de Chiapas, que entonces se hallaban bajo el control de la Capitanía General de Guatemala. Mientras tanto, las otrora paradisíacas costas del Caribe eran ahora surcadas por barcos piratas, que desde Belice y la Isla del Carmen asolaban Bacalar y Campeche, mientras estas se defendían desde baluartes fortificados.

Eran momentos de extrema volatilidad. En algunas regiones, la intolerable situación dio origen a numerosas revueltas. En 1708 estallaron motines en la capital tzotzil de Zinacantan y en Yajalón, como preludio a la rebelión tzeltal de 1712, cuyo epicentro se localizó en Canuc, al borde de las tierras altas de Chiapas. Tuvo un fuerte componente religioso, motivado por una supuesta aparición divina que propició el surgimiento de un culto, que rápidamente se expandiría a comunidades tzeltales y tzotziles cercanas. El clero católico buscó suprimirlo, aunque se enfrentaría a una tenaz defensa, organizada por cerca de veinte pueblos que declararon la guerra al régimen colonial, al tiempo que fundaron una iglesia paralela. Cruentas batallas fueron libradas en Chilón, Ocosingo, Huixtán y Ciudad Real. Finalmente, tres ejércitos enviados desde Guatemala, Tabasco y Chiapas tomarían el pueblo de Oxchuc y poco después Canuc, sofocando así la revuelta.

Otra peligrosa insurrección —que sin duda reflejó también la recurrencia de los engranajes cíclicos del may— fue la que lideró el maya yucateco Jacinto Uk, quien después cambiaría su nombre a Jacinto Kaanek’, en un intento de vincularse con los reyes itzáes de antaño. En noviembre de 1761 llegó a Kisteil, dentro de la provincia de Sotuta, a veinticuatro leguas de Mérida, y sólo unos pocos días después sería aceptado como líder por la mayoría de la población. Tras exhortarlos en lengua maya a sacudirse el pesado yugo de la Corona, los hechos se precipitarían con la llegada de un mercader español, quien tras intentar cobrar deudas entre la población, resultaría muerto por Kaanek’. Ello le valdría ser coronado «rey» de Kisteil. Sus seguidores lo envuelven con el manto azul de Nuestra Señora de la Concepción y le otorgan un cetro de mando. Un aspecto distintivo de esta contienda fue la manipulación consciente de Kaanek’ de profundos símbolos de identidad maya, atribuyendo algunos de sus triunfos a poderes sobrenaturales —como el Nawal— y a profecías de los libros del Chilam Balam. Así, logra en primera instancia derrotar a fuerzas bajo el mando del capitán Tiburcio Cosgaya —a quien daría muerte—. Antes de que las cosas fuesen demasiado lejos, el gobernador de Yucatán envío un ejército de quinientos soldados fuertemente armados, quienes se enfrentaron a mil quinientos indígenas bajo el mando de Kaanek’. La superioridad del armamento europeo sería decisiva, provocando una gran mortandad en las filas indígenas, tras lo cual sería quemado Kisteil. Kaanek’ lograría huir a Huntulcháak e intentaría reagruparse, aunque sería aprehendido en Sib’ak, tras lo cual se le condenó a una brutal muerte. La sentencia se cumplió en la plaza mayor de Mérida.

En 1821 se consumó la independencia de México, dando fin a cuatro siglos de dominio español. Tal proceso tuvo fuertes repercusiones entre los habitantes de la Ciudad Real de Chiapa, que pertenecía a la Capitanía General de Guatemala. Tras celebrarse una votación entre las distintas provincias, el 14 de septiembre de 1824 se proclamó su anexión formal a México. Yucatán también pasó a formar parte del nuevo federalismo mexicano, sin embargo, el nuevo régimen era contrario a los intereses y privilegios de las élites locales, lo que les llevó a organizar una rebelión en 1839. Mediante ofrecimientos de tierras y exención de impuestos, buscaron atraer a su causa a cuantiosos grupos de población maya, a los que dotaron por primera vez de armas.

La participación indígena resultó fundamental para el triunfo inicial de la pretendida independencia de Yucatán, aunque el gobierno emergente incumpliría sus promesas, promulgando nuevas leyes que despojarían a los indígenas de sus territorios tradicionales de subsistencia y lugares sagrados. Por su parte, otra nueva ley sobre separación de bienes entre iglesia y gobierno privó a la última de recursos estatales, lo cual buscó compensar cobrando nuevos y extravagantes impuestos a la población indígena cuya frustración acumulada desencadenaría la rebelión indígena de mayor envergadura —llamada «guerra de castas»—. En 1847, ante el fusilamiento de uno de sus líderes en Valladolid —Manuel Antonio Ay— las nuevas tropas mayas atacarían Tepich y Tihosuco, asesinando unas ochenta y cinco personas. Las noticias de la masacre pronto llegarían a Mérida y el temor se apoderaría de la población blanca y mestiza, ante la amenaza de ser deportados —o peor aún, «arrojados al mar»— y que la península se convirtiese en una república maya independiente. El conflicto escaló rápidamente, cobrando connotaciones raciales.

En 1848, el gobernador Miguel Barbachano buscó infructuosamente un acuerdo de paz con el líder rebelde Jacinto Pat. Sobrevendrían nuevas confrontaciones, con victorias para ambos bandos. Eventualmente, la desigual correlación de fuerzas empujaría a los indígenas a atrincherarse en el sur de Yucatán y Quintana Roo, estableciendo su nueva capital del «estado maya» en el poblado de Chan Santa Cruz — hoy Felipe Carrillo Puerto—. Allí resistirían mediante tácticas guerrilleras y proselitistas, desarrollando el famoso culto de la «Cruz Parlante», que pronto se difundiría a otros bastiones rebeldes. En 1895 intervino el presidente de México —Porfirio Díaz— al ordenar a sus tropas recuperar Chan Santa Cruz. Años después se firmaría un tratado de paz, acatado por la gran mayoría de la población, cansada de una guerra que había cobrado ya casi doscientas cincuenta mil víctimas, y había arruinado las grandes promesas económicas del agave o henequén —llamado «oro» verde— y la caña de azúcar. No obstante, los mayas de Chan Santa Cruz mantendrían su rebelión hasta 1915, cuando un factor inesperado ayudaría a distender su hostilidad hacia blancos y mestizos: el gran negocio del chicle, que implicaba explorar las selvas tropicales para extraer la goma del árbol de chicozapote. Tras vencer su recelo inicial, los mayas acabarían integrándose a esta nueva industria. Una secuela de la industria del chicle fue el hallazgo de recónditas ruinas mayas engullidas por la selva, aunque al elevado costo que significó exponerlos al saqueo y destrucción modernos.

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